Ya hemos visto que cuando tomamos decisiones no somos tan racionales como la teoría económica piensa. En esta oportunidad me gustaría que empezáramos haciendo un pequeño ejercicio:
Hace unos años la revista The Economist lanzó una promoción para buscar nuevos suscriptores. El aviso daba las siguientes tres alternativas:
- Compra la edición en línea por 59 USD.
- Compra la edición impresa por 125 USD.
- Compra la edición impresa y la edición en línea por 125 USD.
Supongamos que quisieras suscribirte a The Economist, ¿cuál de las tres alternativas hubieras escogido?
Dan Ariely, famoso por sus investigaciones sobre economía del comportamiento, hizo el mismo experimento entre sus estudiantes cuando vio el anuncio y los resultados fueron: el 16% escogió la edición en línea de 59 USD, el 84% escogió el combo de edición impresa y edición en línea por 125 USD, y nadie escogió la edición impresa de 125 USD.
Luego repitió el experimento eliminando la opción de adquirir únicamente la edición impresa por 125 USD. ¿Qué crees que sucedió? Los resultados –que se podría esperar que se mantuvieran constantes– cambiaron: entonces el 68% de las personas quiso comprar solo la edición en línea de 59 USD y el 32% se mantuvo firme en el combo de 125 USD.
¿Qué podemos aprender de esto frente a cómo tomamos decisiones? La respuesta es sencilla: cuando elegimos rara vez lo hacemos evaluando objetivamente los costos y beneficios de cada una de las opciones disponibles; en cambio, entendemos las ventajas de una opción comparándola con otra alternativa.
Ya lo habíamos anticipado con otro experimento, demostrando que las personas prefieren caminar para ahorrarse una cantidad de dinero siempre que esta sea significativa frente al valor total que van a pagar por un bien. Sin embargo, si la misma cantidad resulta ser muy pequeña comparada con el total de la compra, las personas prefieren pagar inmediatamente y evitar desplazarse a otra tienda porque el ahorro les parece insignificante frente al esfuerzo económico que realizarán.
Esto sucede porque no contamos con la capacidad para medir el valor de las cosas por lo que valen por sí mismas; en cambio, siempre buscamos una ventaja relativa de una alternativa en relación con otra.
Permítanme explicar esto con un ejemplo. Vamos al supermercado a comprar granola. Lo ideal sería que miráramos la información nutricional de cada producto que nos ofrecen y asignáramos una calificación frente al precio del mismo; lamentablemente nadie hace esto, ni siquiera teniendo en la etiqueta de algunos supermercados el precio por gramo para ver cuál resulta más barato.
Lo que generalmente hacemos es asociar la decisión final a un criterio que nos hemos establecido antes y buscamos una ventaja que destaque a una de las opción entre las otras. En el ejemplo de las granolas podríamos terminar escogiendo una marca X solo porque tiene almendras o pedazos de nuestra fruta preferida, independientemente de que sea más nutritiva que otras.
Esto también aplica al tomar decisiones más complicadas. A la hora de comprar un computador, por ejemplo, es común que nos muestren la mayor cantidad de especificaciones técnicas para justificar el valor del equipo. Sin embargo, dado que no tenemos la información suficiente para entender la mayoría de las mismas, terminamos por asumir que más características significarán que es lógico pagar un mayor precio por ese equipo. Por ejemplo, asumimos que es natural que un computador de 8Gb de memoria RAM deba costar más que uno que tiene 6Gb, sin saber que, frente a otros componentes, un cambio de 2Gb de memoria RAM generalmente no equivale a una diferencia significativa de precio. También sucede con algunas marcas que muestran la mayor cantidad de características posibles para que asumamos que, como la competencia muestra solo las más relevantes, quizás este computador tiene cosas que los demás no tienen.
Quisiera poner un último ejemplo sobre la mesa de cómo tomamos decisiones relativas y no absolutas. La mayoría de nosotros no sabemos lo que queremos si no lo vemos en nuestro contexto: ¿les ha pasado que no saben qué clase de carro quieren hasta que ven a un vecino o a un amigo montado en un modelo determinado? ¿O que no sabemos qué audífonos queremos hasta que oímos unos que suenan mejor que los que ya tenemos? ¿O que no sabemos qué hacer con nuestras vidas hasta que un pariente está haciendo exactamente lo que creemos que deberíamos estar haciendo?
Tengamos en cuenta que el contexto influye sobre la forma en la que tomamos decisiones. No se trata de buscar la mayor cantidad de opciones y hacer la mayor cantidad de cálculos para tomar la mejor decisión; se trata de aprender a diferenciar nuestras necesidades de nuestros deseos y empezar paso a paso a planear nuestras finanzas personales. Démonos el beneficio de la duda al elegir y comprendamos que el hecho de que cuanto más tenemos más queremos es parte de nuestra naturaleza. Romper el círculo de las comparaciones es un excelente remedio para superar esta trampa de irracionalidad.